Zenobia Camprubi

escritora, traductora y lingüista española. Perteneció a la edad de plata de las ciencias y las letras.

España 1887 – 1956.

“Vivir detrás de los versos”

 

En las historias de amor, el inicio determina la bacteria. El bicho que resistirá o sucumbirá entre ambos. La anatomía patológica que unirá dos almas y dos cuerpos. «¿Cómo os conocisteis?», preguntamos a las parejas imantadas. Los detalles del origen, su encuentro en la vida justo cuando se estaban buscando sin saberlo, marcarán todo lo bueno y lo malo por venir. No es de extrañar que la bacteria que unió a Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez fuera imposible de erradicar, imbatible a cualquier desaliento, ya fueran las penurias económicas, las languideces del poeta triste, el exilio o la enfermedad. Porque Juan Ramón se enamoró de su risa a través de un tabique. El que separaba la austera pensión donde vivía de la casa de los Byne, un matrimonio norteamericano amigo de la familia de «la americanita», como la apodaba Gómez de la Serna.

 

Zenobia era hija del ingeniero catalán Raimundo Camprubí y de Isabel Aymar, descendiente de una próspera familia puertorriqueña. Las fiestas sociales consistían en una debilidad de aquella joven trilingüe, bien educada y tocada de una luminosa curiosidad que había estudiado en la Universidad de Columbia. Un espíritu libre cuya risa atravesó la pared del poeta  sumido en sus ensoñaciones. Días después fueron presentados en la Residencia de Estudiantes. Él reconoció su risa sonora. También reconoció a la mujer de su vida.

 

Hay dos etiquetas que definen la personalidad de Zenobia: la de «mujer moderna» y la de «mujer en la sombra». Que nadie crea que se logra ser el mejor poeta español, viviendo del verso y del caer la tarde, si no se es inmensamente rico, o no se tiene al lado un ángel. Zenobia ejerció de secretaria, traductora, representante y psicóloga de Juan Ramón. Se partió el pecho. Incluso le buscaba cursos y conferencias en universidades. «La mera compra de unas pastillas de menta, una botella de jerez o un lápiz rojo para subrayar les hace felices momentáneamente.» (Pasé la mañana escribiendo de Anna Caballé.)

 

Casi sesenta años después de su muerte aún seguimos tratando de desatar sus contradicciones. Como el hecho de que una de las pioneras del feminismo español, íntima de las Victoria Kent, María de Maeztu… (las mujeres del Lyceum Club Femenino fueron las únicas españolas con las que logró entenderse; Zenobia ocupó el puesto de secretaria del club), aceptase plegar su personalidad y talento a los de su marido.

 

Fue un amor supremo. Una entrega colosal. Lo escribió claro: «El pusilánime, hipocondríaco, depresivo y neurasténico poeta se habría hundido en un pozo sin fondo […] pero el día en que juntó su destino con el mío, cambió ese fin. Después de todo, yo soy en parte dueña de mi propia vida […]

 

En esta empresa nuestra, yo siempre he sido Sancho». Juntos tradujeron a Tagore, Shakespeare, Poe o Shelley. Pese a todo ella percibía que «sin una actividad razonable, por la noche se siente una como vacía de la propia personalidad». Sobrellevaba con animosidad una vida nómada, aunque decía que en algunas ocasiones los dos, juntos, se despertaban sin saber en qué lugar del mundo estaban.

Sus diarios poseen un valor incalculable. Fue la única mujer, junto a Rosa Chacel, que dejó un diario escrito de la vida y la literatura de mitad del siglo XX. Vivió en Estados Unidos cuando sus padres se separan transitoriamente por una crisis matrimonial, y allí fue cortejada por un amigo de la familia, Henry Shattuck. Se matriculó en la Universidad de Columbia, viajó sola y leyó a los clásicos. Y de vuelta a España la apodan «la americanita», y por suerte intima con María de Maeztu, Rafaela Ortega y Gasset con quien fundan una empresa filantrópica «Las enfermeras a domicilio», y también se hace amiga de Susan Huntington, pedagoga pionera en la educación moderna que dirigió el Instituto Internacional de Madrid.

 

Pero su figura siempre ha sido glosada con relación al poeta. Por ello, en la exposición que le dedicó, en 2016, el Centro de Estudios Andaluces y la Fundación Zenobia-Juan Ramón Jiménez, «Zenobia Camprubí, en primera persona», se reconoce la enorme diarista que fue —aquel otoño se publicaron sus hasta entonces inéditos Diarios de juventud—. Los Diarios, introducidos y editados por Emilia Cortés Ibáñez, quien además fue comisaria de la exposición, permiten escrutar la luminosidad indivisible de aquella de quien se creyó largamente que era una «mujer en la sombra». Zenobia desanda el mito a golpe de los destellos constantes, pero conscientemente regulados, de una mujer que, en palabras de Cortés Ibáñez, siempre se mantuvo entera e igual a sí misma: «No varió nada después de conocerlo». Era inteligente, práctica, activa, disciplinada; siempre con metas. Y así siguió después. Hay muchos estereotipos y clichés sobre la pareja que son falsos. Por ello, los Diarios de juventud recogen a la futura «reciencasada» en singular, abarcando el periodo de 1905 a 1911; son los escritos de una joven adolescente que se formó en Norteamérica. Zenobia como una rosa, mutable e inmutable, siempre igual a sí misma, en su jardín o en el jardín de las palabras de otro. La esperada reivindicación de la mujer que eligió fieramente vivir en los versos.”

Pasaje de: Joana Bonet. “Fabulosas y rebeldes”. 

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